Aunque estábamos rodeados de fieras salvajes como leones, lobos y todo tipo de animales peligrosos, no notábamos en ningún momento la sensación de miedo. Eran unos días extraños, alegres y risueños, no pensábamos en nada que pudiera preocuparnos y así llevabamos ya varios días desde que empezara la creación.
En las praderas y bosques las flores cubrían los suelos, y los árboles se habían llenado de hermosos frutos coloridos a una velocidad inimaginable, algunos ya conocidos, como los plataneros y los naranjos, otros nuevos, sin nombre, pero con buen aspecto y buen olor. Había de todo menos humanos, humanos todavía no habíamos visto ninguno, parecía que éramos los únicos supervivientes de la antiguedad. No nos atrevíamos a tocar casi nada, e íbamos con nuestros ropajes antediluvianos de aquí para allá en grupo, probando tímidamente frutos que en su sabor estaba Dios, pues nunca habíamos probado nada igual. Decidimos montar una casa allí mismo, asentarnos y vivir como pudiéramos en aquel vergel lleno de alimentos. No había nada que cultivar ni hacer. Si querías un pez te acercabas al arroyo y lo cogías con las manos, si querías fruta sólo tenías que acercarte al árbol. Aprovechamos una vez más las vigas chamuscadas de la ermita, y en pocos días tuvimos una estupenda casa en donde cabíamos todos. El techo lo hicimos con hojas de palma, e incluso le pusimos una chimenea de piedras y puerta. No hubo altercados en varios días. Las noches eran normales, con los cielos despejados y las estrellas vibrando en el firmamento. La temperatura no cambiaba, las noches eran frescas pero sin ser desagradables, los vientos eran suaves y la luna no aparecía, seguía sin haber luna, lo cual me alegraba el alma, pues la odio. Estábamos felices, muy felices, no había miedo en nuestros corazones, lo cual era un alivio después de las calamidades que habíamos pasado.
Nuestra nueva mascota, el cermalo, pasaba el día comiendo de todo, hierba y cualquier insecto que se encontrara por el camino, con su caminar torpe y su mirada perdida, era como una aspiradora andante. Nos acompañaba torpemente a todas partes cuando íbamos de excursión, y así sucedió, que un día cuando subimos a la pequeña montaña rocosa que teníamos cerca, el cermalo resbaló, como era de esperar, y cayó rodando cuesta abajo, dándose golpes contra las piedras y quedó allí abajo tirado sin moverse. Bajamos rápidamente para ver si seguía vivo, pero no, nuestra mascota había perdido la vida con los golpes. De él fluía un poco de sangre y dejaba entrever una rica y sabrosa carne rosada. Nos lo llevamos como pudimos a la casa y las niñas, en contra de lo que se pudiera imaginar, no derramaron ni una lágrima. Estábamos tan alegres por todo que no había tragedias, y allí se propuso aprovechar el animal, y tras un pequeño debate, en el que no hubo mucha resistencia, decidimos despedazar al animal y comérnoslo. Encendimos fuego e hicimos por fin una barbacoa, y probamos la carne más deliciosa que habíamos probado en la vida, se deshacía en la boca, sabía a ternera asada con un toque de cerdo aromatizado con frutas, en la que resaltaba el melocotón curiosamente. Por un rato no hablamos, sólo comíamos mirándonos a los ojos, absortos en aquellos sabores tan delicados. Al acabar nos reímos mucho, nos habíamos comido medio animal, una autentica barbaridad de carne, estábamos alucinados.
Para nuestro deleite, pasadas dos semanas, vimos pastar cerca de nosotros a toda una piara de aquellos animales, y no os voy a engañar que se nos caía la baba sólo con verlos. Como eran muy domesticables, no presentaban ninguna resistencia ni eran huidizos, decidimos pastorearlos hasta casa y les hicimos un cercado cerca de ella. Allí los teníamos a nuestra disposición, anticipándonos a los voraces vecinos que nos rodeaban, pues era previsible que si un león o tigre comiera esa carne tan deliciosa, en poco tiempo no quedaría ni un solo cermalo en el Edén.
Para matarlos no había problema, lo soltábamos cerca de los barrancos y ellos solos se suicidaban. Era tal la adoración que teníamos por los cermalos, que nos hicimos pequeños adornos con sus huesos, y una cabeza pelada de cermalo coronaba nuestra chimenea, nos os digo más, que les dábamos besos y les acariciábamos las orejas, sus deliciosas orejas.
En aquellos días tranquilos de manjares y sueños, no había lluvias ni nubes, pero todo se mantenía fresco y verde. Una noche cualquiera, allí a lo lejos como había pasado en muchas ocasiones, vimos el resplandor de un rayo de luz, en el horizonte, en dirección norte, sabíamos que algo había bajado, no podíamos verlo desde la distacia, sólo se apreciaba una silueta. Las trompetas llegaron a nuestros oídos, pero muy muy lejanas. ¿Qué sería esta vez? ¿con qué nos iba a sorprender la creación en esta ocasión? lo que fuera lo asumiríamos, ya no teníamos miedo, sólo esperanza.
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