En la perpetua luz tenue de la cueva vislumbramos, cada minuto que pasaba, más y más luz en el exterior. Nos asomábamos por el ojo de la cueva y podíamos ver como aquella luz del cielo, alimentada por los contínuos chorros de energía, se convertía poco a poco en una línea curva luminiscente que atravesaba el cielo de lado a lado, haciendo un arco del orto al ocaso. Muy parecido a un arcoiris, pero luz sin más, blanca y amarilla, brillante como un sol a medio encender.
Estábamos expectantes, pues aquella extraña luz que cruzaba el cielo parecía que cogía fuerza a mucha velocidad. Habían pasado muchos días, incluso algún mes, desde que empezaron las luces mágicas, y todo había ido lentamente hasta este momento, en el que todo se estaba acelerando de manera gradual.
Así pasaron un par de días, y casi parecía de día allá fuera, nos dimos cuenta de que la temperatura exterior se estaba incrementando de forma alarmante, habíamos pasado de unos frescos 15 grados a los 30 grados típicos de un día de verano. Nosotros nos manteníamos vivos y frescos gracias a la climatología de la cueva, que nunca pasaba de los 20 grados y tenía un pequeño chorrillo de agua en una esquina, que nos proporcionaba agua para el consumo. Ese mismo día por la tarde, (si se le podía llamar tarde, pues siempre parecía de día), el calor fue ascendiendo hasta el punto de llegar a tener en el exterior una temperatura superior a los 40 grados, y no parecía que fuera a menguar. Muy al contrario. Siguió subiendo hasta que tomamos la decisión de tapar con barro y piedras la entrada a la cueva. El miedo se empezó a apoderar de nosotros, en el exterior la temperatura seguía creciendo y como por arte de magia el fuego surgió como un demonio entre los árboles y lo empezó a quemar todo. No era un fuego normal, se generaron focos en todas direcciones y al mismo tiempo, y, cuando pudimos echar un vistazo por última vez, vimos horrorizados como todo ardía en el horizonte. Estábamos rodeados de un bosque de enebrales y los pinares estaban muy cerca, terminamos de cerrar el hueco y nos quedamos todos callados, sentados en el suelo, nos mojamos el cuello y la cabeza y rezamos para que aquella cueva no se convirtiera en un horno Tandoor.
Pasamos todo un día escuchando el rugir del fuego y los vientos se incrementaron y sonaban horribles silbidos de destrucción. Aquello parecía nuestro fin, y ya no hacíamos bromas ni jugábamos a nada, ni siquiera comimos aquel día, sólo nos mirábamos las caras que con la luz tenue de una pequeña hoguera casi apagada, hacía de nuestros rostros algo siniestro y triste. Estábamos mojados, sucios y olíamos mal. Cualquier atisbo de esperanza se había ido volando como las cenizas de aquellos bellos árboles. Seguimos aguantando el temporal y, poco a poco, el ruido fue cediendo hasta que llegó un punto que ya no sonaban los silbidos y todo quedó tranquilo. En la cueva la temperatura había subido, pero no lo suficiente como para estar alarmados, aún se podía estar allí. Esperamos unas horas más, e hicimos un pequeño hueco para sacar la mano al exterior y así poder calibrar la temperatura. Pudimos notar que la temperatura era increíble, no podíamos soportar ni cinco segundos con la mano fuera así que decidimos esperar más tiempo. Por el pequeño hueco podíamos ver que el cielo seguía iluminado pero ahora estaba tapado por un manto de nubes grises y humo, un humo muy espeso que lo cubría todo.
Pasado otro día volvimos a hacer la misma prueba y ya no quemaba, abrimos el hueco y pudimos volver a asomar la cabeza, salimos al exterior, la temperatura era muy cálida pero soportable, ni comparación con lo que habíamos vivido. Nos quedamos asombrados viendo la desolación de aquel incendio, todo estaba quemado, la negrura del terreno nos sobrecogió el corazón, no había vida, sólo un sin fin de tierras chamuscadas. Para nuestro asombro, se veía la ermita de los enebrales, la cual había ardido también pero conservaba la estructura, sus imponentes muros de piedra habían aguantado y, aunque el techo había ardido, seguía allí como un manifiesto indestructible de humanidad.
Pensamos, qué sería de nosotros ahora que había desaparecido la vida, no había árboles ni animales, ni por supuesto humanos, no había nada. De qué ibamos a comer, pensamos, y nos mirábamos sin hablar. Pero por raro que parezca, una pequeña luz de esperanza se iluminó en el fondo de nuestros maltrechos corazones, ya no había energías mágicas, ya no había torres de rayos, todo estaba muerto pero normal. Ahora podíamos ver con claridad el anillo de luz, perfectamente definido, como el led de un cartel publicitario.
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