Infierno Mecánico Capitulo 8 -Silencio y buenas pitanzas-

     El invierno acechaba desde el exterior, llovía y medio nevaba sin cuajar, y sobrevivíamos como podíamos. Habíamos rescatado todos las viejas estufas de leña, pero la leña había que ir a buscarla, lo cual era un tormento, pues nos llevaba horas todas las mañanas traer un par de carretillas, si a aquello se le podía llamar carretilla, pues tuvimos que improvisar un carro con unos maderos y unas ruedas viejas de coche, invento de nuestro ingeniero jefe: Chemirl. En ésto de ir a por leña íbamos normalmente varios, y pasábamos las horas buscando palos caidos en la ribera del río. Aun así no podíamos quejarnos, en las ciudades la situación era mucho peor, el devoro ocasionado por el imán era tremendo, del impacto de los coches y camiones cuando pasó por allí, así como máquinas y demás enseres habían provocado una imagen dantesca. Teníamos internet y televisión curiosamente, y veíamos atónitos la vida en los muchos lugares del mundo, y las noticias eran desoladoras. Por lo menos podíamos llamar a nuestros familiares y preguntar como estaban, eso era un lujo por aquellos tiempos.

    El ejército había tomado las calles de las grandes ciudades, y controlaban los escasos transportes de  alimentos y medicamentos, estábamos en un estado de alarma permanente, no como aquel de la falsa epidemia del virus, éste era real y necesario. Por lo menos nosotros estábamos tranquilos y podíamos ir sobreviviendo, sin grandes alegrías, pero con todo lo necesario para poder comer y estar más o menos calentitos.

    El silencio era total en aquellos días, sólo se oía el sonar de la lluvia y el alegre cantar de los pájaros por la mañana, un silencio místico invadió nuestras vidas, que sólo se corrompía con la fabulosas comidas entre vecinos en las que comíamos macarrones con tomate y nos peleábamos por una lata de sardinas. Recuerdo aquellas comidas con la sonrisa en la cara, pues eran muy entretenidas y risueñas, y siempre había sorpresas, un baile, una botella de fanta, unos cacahuetes.. Todo era una fiesta en aquellos tiempos. No todo era malo por entonces, había pasado un mes desde el descalabro y todos gozábamos de un aspecto genial, habíamos adelgazado una barbaridad, presumíamos de una salud de hierro y habíamos recuperado las fuerzas y la alegría corporal, incluso el bueno de Pisto había recuperado su cuerpecito de perro normal, y ya no parecía una bombona de butano. No me dolía nada por entonces y notaba mi cuerpo con una energía renovada. Dormir era un placer, estábamos tan cansados que meterse en la cama era un maravilla, ni siquiera te daba tiempo a soñar.

    Hacía mucho tiempo que no comíamos carne ni pescado, y tras varias salidas al río infructuosas con las cañas, nos dispusimos a intentar pescar con una red que habíamos hecho de manera doméstica. Chemirl, Julia, las niñas y yo fuimos al río a intentar pescar una buena trucha, pusimos la red de lado a lado del río, bien sujeta en ambos lados y con unas piedras al fondo para tensarla. Las niñas con una gran eficacia vinieron desde lejos tirando piedras al agua intentando espantar a los peces. Y funcionó. Un par de peces de grandes dimensiones, una trucha y un barbo cayeron en la red y nos partimos el culo cuando lo vimos. Aquel día volvimos a casa riendo y relamiéndonos con aquellas pitanzas, era un sábado cualquiera de diciembre, cuando llegamos todos lo celebramos haciendo la conga. Aún nos quedaba harina y como no podía ser de otro modo, hicimos unos buenos panes que horneamos en el horno de leña junto con los pescados, e incluso abrimos un par de vinos que aún quedaban y cantamos algún villancico y nos fumamos unos cuantos trocolos de buena hierba. Pasamos una tarde genial, eran esos momentos en los que te olvidas de todo, no había precupaciones ni nada que ensombreciera nuestro corazón.

    En las noches mirábamos al cielo y me preguntaba cómo era posible que hubiera un lucero nuevo, busqué información en internet pero no había nada, miraba y miraba y noté que las estrellas no se movían, el cielo estaba quieto, el firmamento había parado, el tiempo se había roto. Al día siguiente salimos a verlo de nuevo y pudimos ver que efectivamente se había parado, sólo los supuestos planetas seguían moviéndose, así como la luna y el Sol, que seguían haciendo su inmutable trayecto. Era todo tan raro, tan extraño, que ya mis cejas estaban cansadas de subir y bajar. Intentaba infructuosamente sacar el tema de conversación con los vecinos, pero éstos me ignoraban y cambiaban de tema, no está hecho el misterio para todo el mundo.

    Era la víspera de navidad, el día del solsticio de invierno, fiesta milenaria, estábamos, como era natural en nuestro querido grupo, celebrándolo como buenamente podíamos. Para ese día habíamos guardado buenas latas, vino y alguna que otra sorpresa, como unos pestiños de anís que yo había hecho. Fue un día de Nochebuena mágico y natural, el amor flotaba en el aire y los alimentos eran maravillosos, incluso había un par de latas de melocotones en almíbar, aquellos que en otras ocasiones nadie quiere y que aquel día casi te podía sacar una lagrimilla. Cuando salimos a la calle para recogernos, nos quedamos impresionados con el cielo estrellado, estaba muy despejado y las pequeñas estrellas titileaban de una forma muy bailarina. Unas luces se empezaron a encender a lo lejos y para nuestra sorpresa una de esas luces fue a encenderse justo a nuestro lado, en el sembrado que daba al lado de la casa de Julius Towers, era como un foco que iluminaba una parte muy concreta. Empezamos a escuchar el sonido de las trompetas. Otra vez no, pensamos, no estaba la noche para desgracias, pero esta vez era diferente, un calor extraño invadió la zona, un calor rosa, no sé muy bien como definirlo. El sonido no era tan estruendoso y chirriante como en las otras ocasiones, esta vez era un sonido de trompeta clara y afinada, un extraña sensación de alivio llenó nuestros corazones y nos quedamos pasmados mirando aquello. Del cielo bajó lentamente un artefacto cuadrado, o mejor dicho rectangular, que reflejaba la luz de una manera espectacular, una luz dorada te embargaba el cuerpo y la mente. Fue bajando hasta que se posó lentamente a nuestro lado. No era muy grande, como de unos cinco metros cuadrados, y allí estaba aquella cosa dorada, como una caja con volutas en las esquinas y los habituales jeroglíficos en las paredes. No hacía ruido, era un cajón enorme aparentemente de oro en total silencio, muy bonito y llamativo. Aquella cosa no era como las anteriores, algo nos decía en nuesro interior que aquello si era bueno.


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