Amaneció muy pronto para aquel suave perro de orejas negras, sus nuevos dueños eran panaderos y a las 5 de la mañana le pusieron un pequeño tentempié para afrontar los fríos mañaneros. Bajó con el rabo entre las piernas las escaleras y se topó de frente con dos fieras peludas que le miraban desde abajo, una blanca y gris llamada Sprocket y otra naranja y flacucha que respondía al nombre de Café.
Le husmeaban desde lejos y menos mal que estaba el panadero por medio, poniendo orden entre gruñidos y malas miradas.
No le quedó más remedio que bajar y darse a conocer, y probó por primera vez las malas pulgas de Sprocket, le hizo el vampiro y le obligó a tirarse al suelo en posición sumisa. Pisto estaba asustado y contento, pues su olfato le decía que eran dos hembras. Qué suerte tienes Pisto!!!
Cuando las hembras le olisquearon tuvieron un rifi rafe entre ellas, aquel primer día las hembras sabían que podían procrear y se disputaron el mandato de inmediato, salían bolas de pelo por los aires e incluso hubo sangre; ganó Sprocket.
Pisto aprovechó tan violento momento y sonriendo salió al campo, pues más que una parcela parecía un trozo de campo abierto y vió por primera vez lo que sería su casa, un sin fin de terreno lleno de vida. Aquí no había cemento, ratas y soledad, aquí había tierra por donde saltar y revolcarse, hormigas e insectos de todas las clases y una familia perruna. Nunca un perro había tenido tanta suerte.
Pasaron los días y Sprocket le recordaba a diario quien mandaba, pero Pisto se dejaba, le daba igual mandar o no, se conformaba con vivir entre ellos, rodeado de naturaleza. Así se convirtió en un perro sumiso y cariñoso, un perro que disfrutaba del día a día y de los pequeños cariños que recibía. Incluso le hicieron una caseta en donde pasaba las noches en la que no faltaba de nada, incluso tenía manta y un buen techo donde refugiarse.
Para colmo, todas las mañanas olía el perfecto olor a pan recién hecho, a preñaos de chorizo y el dulce sabor de los bizcochos y las magdalenas, que el bueno del panadero guardaba para dar como premio cuando se portaban bien.
Pisto nunca lo supo, pero tenía un cometido, era un perro guardián como ellas, era por eso que dormía en aquella caseta cerca de la valla de la calle, la alarma perfecta. No hay perro más feliz que aquel que tiene trabajo. Así pasó los años entre revolcones y risas e incluso conoció lo que es un corzo, un conejo y un pastor.
Pisto ahora es feliz, feliz por siempre, la vida es para tí Pisto.
Le husmeaban desde lejos y menos mal que estaba el panadero por medio, poniendo orden entre gruñidos y malas miradas.
No le quedó más remedio que bajar y darse a conocer, y probó por primera vez las malas pulgas de Sprocket, le hizo el vampiro y le obligó a tirarse al suelo en posición sumisa. Pisto estaba asustado y contento, pues su olfato le decía que eran dos hembras. Qué suerte tienes Pisto!!!
Cuando las hembras le olisquearon tuvieron un rifi rafe entre ellas, aquel primer día las hembras sabían que podían procrear y se disputaron el mandato de inmediato, salían bolas de pelo por los aires e incluso hubo sangre; ganó Sprocket.
Pisto aprovechó tan violento momento y sonriendo salió al campo, pues más que una parcela parecía un trozo de campo abierto y vió por primera vez lo que sería su casa, un sin fin de terreno lleno de vida. Aquí no había cemento, ratas y soledad, aquí había tierra por donde saltar y revolcarse, hormigas e insectos de todas las clases y una familia perruna. Nunca un perro había tenido tanta suerte.
Pasaron los días y Sprocket le recordaba a diario quien mandaba, pero Pisto se dejaba, le daba igual mandar o no, se conformaba con vivir entre ellos, rodeado de naturaleza. Así se convirtió en un perro sumiso y cariñoso, un perro que disfrutaba del día a día y de los pequeños cariños que recibía. Incluso le hicieron una caseta en donde pasaba las noches en la que no faltaba de nada, incluso tenía manta y un buen techo donde refugiarse.
Para colmo, todas las mañanas olía el perfecto olor a pan recién hecho, a preñaos de chorizo y el dulce sabor de los bizcochos y las magdalenas, que el bueno del panadero guardaba para dar como premio cuando se portaban bien.
Pisto nunca lo supo, pero tenía un cometido, era un perro guardián como ellas, era por eso que dormía en aquella caseta cerca de la valla de la calle, la alarma perfecta. No hay perro más feliz que aquel que tiene trabajo. Así pasó los años entre revolcones y risas e incluso conoció lo que es un corzo, un conejo y un pastor.
Pisto ahora es feliz, feliz por siempre, la vida es para tí Pisto.
El cuento de Pisto:
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