Pisto pasaba los días alegre por las calles sucias del polígono, lo tenía todo, la libertad y las pitanzas que encontraba por el camino le hacían muy feliz y brincaba como un cervatillo jugando a cazar saltamontes, los cuales soltaba rápidamente, pues le hacían cosquillas en la boca.
Tenía predilección por una nave de construcción, a la cual acudían todas las mañanas unos humanos polvorientos con sus furgonetas, y que, por suerte, uno de aquellos humanos, de corazon más blando, le hacía carantoñas en las orejas y le traía comida. Pisto hizo un amigo humano y por fin en sus pocos meses de vida, notó el contacto agradable de la mano que acaricia, aquel humano no le daba patadas ni le decía cosas feas, al revés, le hacía mimos y le daba de comer en la boca y Pisto, entre asustado y perplejo, agachaba las orejas, metía el rabo entre las patas, se sentaba, miraba al infinito y se dejaba hacer, asustado pero contento. Pisto qué suerte tienes, ahora también tienes un amigo.
Así pasó todo un mes y el corazón de aquel humano le obligó a buscar una solución para aquel perrito negro de ojos tristes. No puede vivir allí, pensaba, le podría atropellar un tren, un coche, podría envenenarse con el veneno de las ratas... y daba vueltas en la cama, sin poder pegar ojo: tengo que buscarle una familia a este animal, se dijo a si mismo, y pensó y pensó y dió con la solución. Por aquel entonces, el buen amigo de Pisto, un colombiano de mediana edad, estaba pintando el obrador de pan, de una buena pareja que vivía en el campo, sabía que hacía bien poco se les había perdido uno de sus perros, un perro negro, malo y maleducado que se fue a por uvas y nunca volvió, y se dijo a sí mismo: a estos buenos chicos les tengo que llevar a Pisto (nombre con el que bautizó a nuestro protagonista), allí estará bien, es un buen sitio.
Una noche de primavera, fría, lloviendo a mares, cuando el buen humano hubo acabado su jornada, se dirigió al poligono a buscar a Pisto, en su casa lo encontró, hecho una pelota, pasando el diluvio, soportando las goteras y la sensación de que su cobacha se hiciera un montón de basura en cualquier momento. Pisto se sentó y miró serio las luces de la furgoneta, de la misma, bajó el humano que tanto le había dado y Pisto salió corriendo a saludarlo, movía el rabito por la alegría y el humano le dió una golosina, una galleta María, la cual le supo a gloria y sin darse cuenta, lo enganchó en brazos y lo subió a la furgoneta. Pisto estaba acojonado, se le aceleró el pulso pensando en el pasado, a dónde me llevará este humano pensó, la última vez que montó en el caballo metálico acabó solo y desconsolado. La furgoneta arrancó y aunque el humano le ofreció otra galleta y le hizo unas caricias, Pisto se escondió bajo el asiento del copiloto, triste y muy asustado, sólo se veía asomar una nariz y los ojos resplandecían como dos bombillitas.
Pasó un rato y, de repente, su buen amigo tocó la trompeta del caballo y Pisto sobresaltado se escondió aún más abajo del asiento, ahora ya no se le veía nada. En la casa estaba el risueño panadero, viendo la tv y merendando, panadero que os cuenta esta historia con esmero, tino y simpatía.
-¿Has oído algo? parece como un pito.
Salí de la casa y ví una enorme furgoneta con las luces encendidas en la puerta, busqué un chubasquero y abrí el portón, la furgoneta pasó dentro de la parcela, le pregunté al colombiano mientras me calaba de arriba a abajo: ¿Qué haces aquí?
Aquel pintor me contó lo del perro, como llovía a mares y de lado, quise quitármelo de encima, pues no estabamos muy de humor para coger otro perro, y fué cuando dijo: Aquí esta, se llama Pisto.
Debajo del asiento asomo una nariz, negra zaina, y una carita de perro bueno me miró a los ojos, asustado e inmóvil.
Fue ver aquel pequeño angel y dije: ¿Por qué no?
Fuí a por una correa y un collar, se lo pusimos y bajé a la fuerza a Pisto de la furgoneta, el frío y el agua lo espabilaron. El colombiano me dió las gracias cien veces, se marchó y allí quedo Pisto, en manos de un desconocido, mojándose. Le semiarrastré a la fuerza hasta la casa y lo metí dentro, una vez dentro apareció la panadera y dijo: ¿Pero quién es este? ¿Quién ha venido?
Pisto entró en el salón, le quitaron el collar y desnudo se quedó sentado mirando la TV, nos miraba atónito, asustado, miraba a la panadera con asombro, nunca había visto una mujer humana. Pisto se dejó acariciar, le pusimos de comer y una toalla en el suelo, comió por primera vez en su vida cocos para perro y un trozo de delicioso pan, llenó la barriga y se hizo una rosca encima de la toalla. Allí estaba Pisto, sumido en un sueño de esperanzas, bajo el techo de una casa enorme con vistas a un mar de campos de cultivos. Aquel fue el día en el que conocí a Pisto, mi buen querido perro. Qué suerte tienes Pisto, has encontrado una familia.
El cuento de Pisto:
Comentarios
Publicar un comentario